Circula cierto chiste entre los médicos que dice así:
-¿Donde esconderías un billete de 500 euros para que no lo encontrara un traumatólogo?
- Pues naturalmente en un libro de medicina.
La gracia de los chistes es que esconden una verdad oculta, algo de lo que nadie habla pero todos reconocen como una verdad: que los traumatólogos (y en realidad todos los cirujanos) leen pocos libros de medicina, son hombres de acción, hábiles con las manos, duros y objetivos, que toman decisiones sobre la marcha y que extraen su pericia no tanto de lo que saben como de lo que hacen.
Pero hay otra verdad insertada en el chiste y es ésta: para esconder algo, lo mejor es hacerlo en un lugar donde nadie buscaría por obvio, allí donde el objeto escondido se encuentra confundido -mimetizado- entre otros objetos tan parecidos a él que el mapa se confunde con el territorio pasando inadvertido, algo así hacen por cierto los camaleones. Piel y paisaje parecen ser la misma cosa.
Edgar Allan Poe escribió un cuento que puede servirnos de modelo sobre la confusión entre algo que se trata de ocultar y el entorno que lo oculta. Se trata de La “carta robada”. El lector deberá leer el argumento del citado cuento para entender como el mejor escondite es aquel lugar donde nadie buscaría, es por eso que el inspector Dupin (antecesor del detective científico y padre de Sherlock Holmes) encuentra la carta comprometedora precisamente en el lugar donde se encuentran las cartas: en un tarjetero que había encima de la mesa del despacho.
La mejor forma de ocultar algo es mostrarlo a medias.
Pero Dupin no se conforma con encontrar la carta sino que la sustituye por una copia que lleva el mismo sello que la original, de tal modo que el ladrón no sabe que la carta verdadera ha sido descubierta y obra en poder del rey.
El cuento de Poe es una buena metáfora para entender como ciertos síntomas son en realidad máscaras, cartas sustituidas por un detective (en este caso el médico) que conoce la verosimilitud de ciertos síntomas y la imposibilidad de otros. El médico conoce el engaño, algo que precisamente el paciente no sabe.
Y eso hacen precisamente los hombres histéricos, que suelen renegar de la conversión histérica clásica.
Hablar de hombres histéricos parece un contrasentido, tanto como hablar de una disfunción uterina en los hombres. Afortunadamente ya sabemos que la histeria no es una enfermedad uterina sino una enfermedad del deseo, y un molde por donde circula ese mismo deseo a medida que se va desplegando.
Es inútil ir a buscar a los histéricos en la consulta del médico a no ser que el síntoma esté lo bastante disfrazado para ser admitido como legitimo por la medicina. Los histéricos no están en los consultorios, sino en el deporte, en los gimnasios, en el ejército, en los gays, en el arte y a veces también en la consulta de ciertos especialistas, urólogos, con sus crisis de impotencia o eyaculación precoz, pero también en los cardiólogos (corazón de soldado) o en las consultas de digestivo con sus dispepsias crónicas.
Y por supuesto en eso que conocemos con el nombre de perversidad.
Los histéricos están sobre todo escondidos detrás de diagnostico somáticos y allí donde hay algún tipo de beneficio secundario que disfrutar, pero también en esas actividades donde uno brilla para que todos miren, pues el hombre histérico quiere que todos le quieran, no solamente las mujeres y sobre todo que le miren. Y hablando de nichos clínicos en lugar hegemónico hoy es el consumo de drogas. No existe una entidad clínica mejor para un histérico que adquirir el rol de adicto. Tratar las adicciones como “enfermedades genuinas” fue un generoso atractor para multitud de consumidores que se vieron de la noche a la mañana transformados en “enfermos”, es decir en irresponsables de sus propios actos. No existe un escondite mejor para una neurosis histérica.
Para ello hay que recordar el inicio de la histeria en los hombres. Los primeros casos de “conversiones histéricas” fueron detectados en la primera guerra mundial. Hasta entonces la medicina había creído que la histeria era cosa de mujeres, de úteros por así decir, de úteros deprivados, por falta de sexo. Pero los escenarios en los que se desarrolló la primera guerra (usualmente escenarios de trincheras) con combates cuerpo a cuerpo, ataques de gas, bombardeos constantes y días y días de penurias, frío y horror conformaban un escenario perfecto para la eclosión de “histerias de combate” que generaron bajas del frente en numerosa tropa, sobre todo en los franceses y los aliados. Curiosamente no había bajas en el ejercito alemán.
Las razones por las que en el ejercito alemán no había bajas era que los oficiales tenían orden de disparar a los cobardes. Y los alemanes no creían en la histeria, del mismo modo estuvieron mucho tiempo sin aceptar los trastornos por estrés postraumático. Fueron los psiquiatras aliados los primeros en contemplar la histeria clásica -que creían una enfermedad femenina exclusiva- entre los combatientes. Y fue así como crearon etiquetas como “corazón de soldado”, en realidad una forma de “ataque de pánico” y de mutismo histérico, que se atribuyó a un efecto de las bombas sobre el psiquismo.
Es obvio que el beneficio secundario era la causa de estos ataques de conversión histérica en las trincheras. Ataques comprensibles en nuestra mentalidad actual. ¿No es lógico que los pacientes fingieran parálisis, cegueras o paresias en una situación como aquella a fin de retirarse a retaguardia y ser cuidado por amorosas enfermeras?.
Claro que si, ¿pero entonces por qué no apareció antes en las guerras que le precedieron? En realidad cualquier guerra está acompañada de atrocidades, de bajas entre los compañeros, de salvajadas y de venganzas entre uno y otro bando, ajustes de cuentas y penas de muerte sumariales. ¿Por qué no existen documentos históricos o literarios que demuestren que la histeria de combate existió desde siempre?
Lo curioso es que este fenómeno se invirtió en la segunda guerra, aquí ya no hubo histerias de combate sino trastornos psicosomáticos (sobre todo úlceras por estrés). ¿Y en Vietnam? Lo que hubo en Vietnam fue algo peor: el TEPT o trastorno por estrés postraumático. Dicho de otra manera el cuadro clínico de la histeria se desbordó en la segunda guerra mundial hasta convertirse en una entidad clínica diferente en Vietnam.
Todo parece indicar que hay una rebelión de las entidades y que siguen patrones históricos y culturales. es, como si la histeria hubiera ido recorriendo otros espacios a fin de esconder su verdadera naturaleza en función de los cambios sociales que contextualizan una intervención armada: el miedo, el patriotismo, la cobardia/valentía, la significación de la vida y la sensación o no de estar combatiendo por una causa comprensible y el ser o no ser agasajado después de la contienda como un héroe o un villano legitiman la aparición de unos síntomas pero no de otros.
Por ejemplo, no seria de recibo que un soldado se desmayara al entrar en combate, sin embargo el desmayo es muy útil para una damisela del siglo XIX que quiera escapar de un compromiso erótico. Hay cierto síntomas que un hombre no puede presentar si no quiere ser acusado de algo que cualquier hombre teme más que a la muerte: no ser suficientemente hombre.
Es por eso que el dasfallecimiento no es una alternativa para un hombre y es por eso que los hombres no suelen desmayarse, o padecer de vértigos o síntomas que pongan en peligro la posición erecta.