El gnosticismo es el equivalente metafisico de la paranoia (John Gray)
Matar y morir tienen sentido y al hombre le importa más el sentido que la vida (John Gray)
Estas navidades Papá Noel me ha regalado un libro de John Gray que se titula “El alma de las marionetas: un breve tratado sobre la libertad”. Harto me tenían ya los fulares, las bufandas y las boinas abertzales, así que decidí enviarle una carta. Estas navidades quiero un libro en papel, le dije.
Y ya me lo he leído, es efectivamente muy breve pero muy denso. más que tratar de la libertad de lo que trata el libro de Gray es de oponerse a los que creen que el ser humano es perfectible y que la conciencia humana se dirige inexorable hacia un punto omega que resultará en una conciencia universal cada vez más cercana a nuestra idea de Dios, de la solidaridad y de la igualdad.
John Gray, del que ya había hablado aquí, es un pensador, y experto en filosofía política que se encuentra a mitad camino entre los ateos seculares como Dawkins y los optimistas racionales como Ridley o Pinker.
Para que el lector se haga un buen mapa del pensamiento de Gray, es necesario que al menos mantenga bien clara una distinción entre quién es quién en este mundo de las neurociencias aplicadas a lo colectivo y a lo político.
El mundo se divide, en este sentido entre tres grupos de pensadores:
1.- Los que creen que la ciencia con el tiempo dará respuesta a todas las necesidades del hombre, siempre y cuando el hombre sea capaz de desembarazarse de las mentiras piadosas que la religión esconde como premio de consolación. En esta linea se encuentra Richard Dawkins por ejemplo.
2.- Los optimistas racionales como Ridley o Pinter nos presentan sus datos y sus gráficos un poco para convencernos de que el mundo es cada vez más pacífico, algo contraintuitivo. Pinker en su libro “Los ángeles que llevamos dentro” es un buen ejemplo de esta idea: el mundo va bien y en la buena dirección, solo necesitamos saber más sobre él.
3.- Y por el contrario hay otros, -que podríamos llamar los ilustrados oscuros- como John Gray que piensan en términos de una antigua tradición “pesimista racional” que estaría presidida por el mismo Sigmund Freud y que podría traducirse en esta idea: ” el progreso no existe en términos morales”. Es verdad que hay civilizaciones que son mejores o más cómodas que otras, pero niegan el carácter universal de este fenómeno que otros se imaginan como algo teleológico, algo que tiene una dirección predefinida como la trayectoria de una bala, algo inexorable.
Al contrario, -y aunque estos pensadores no niegan el progreso tecnológico ni el progreso médico por ejemplo-, son beligerantes con la idea de que existe una correspondencia moral. Piensan que la conciencia humana viene determinada por la civilización de origen y sobre todo en una cuestión seminal: la evolución de la conciencia es cíclica y no lineal, lo que viene a señalar que es posible el retroceso y que los valores que abrazamos en nuestra cultura no han venido aquí para quedarse. Todo puede venirse abajo, en la próxima vuelta de la rueda. especialmente si estos valores no son sostenibles y no lo son.
El libro de Gray puede leerse como un recuento histórico de las ideas gnósticas. Para Gray el gnosticismo es la creencia común a todas las religiones monoteístas (aunque los cátaros fueran exterminados por herejes): la convicción de que el hombre solo tiene una posibilidad de salvación: la adquisición de conocimiento. Se trata del puente común que existe entre ciencia y fé ya que para Gray el culto actual a la ciencia es un reflejo de lo que en otro tiempo fue la fe religiosa. Para un gnóstico la adquisición de conocimiento por sí mismo es lo único que puede asegurar la divinización del hombre. Los gnósticos son dualistas y creen que en la materia existe una chispa divina oculta que es conveniente liberar a través de un largo periplo individual de perfeccionamiento. Un gnóstico siempre se resistirá a la idea de que la mente procede de la materia y sólo de la materia.
Pero contrariamente a nosotros los cristianos, los gnósticos no creen en el mismo tipo de Dios. Ese que nosotros imaginamos, omnisciente, omnipotente y omnipresente, preñado de bondad y de buenas intenciones para con la Humanidad. Tan buenas intenciones que incluso nos dotó de libre albedrío para que fuéramos malvados si ese era nuestra inclinación natural.
Dicho de otra manera el Dios que nosotros imaginamos es un Dios compasivo pero tan bueno que incluso nos deja ser malos. Algo bien distinto a la creencia teológica de los gnósticos que piensan en un Dios menor como artífice de la creación, un demiurgo despistado que creó a un hombre lleno de defectos que derivaban precisamente de su estulticia.
Los gnósticos resolvían así el dilema teológico que todavía sobrevive en la pregunta: ¿Cómo es posible que si Dios es tan bueno y perfecto permita la guerra, el hambre y la enfermedad en el mundo?
Los gnósticos lo resolvieron de este modo: aquel Dios que emergía en el Edén no era el Dios verdadero sino una especie de sustituto. Y más: los gnósticos consideran al cosmos como entrelazado por una especie de conciencia cósmica que mantienen unidos todos los eventos que adquieren de este modo una resonancia y sentido especial. Es por eso precisamente que existe la paranoia: una búsqueda de sentido que escarba en los indicios para construir una explicación del mundo en relación al Yo. Y es por eso que existen las teorías de la conspiración y las creencias mágicas: porque dan sentido al mundo (a la experiencia individual). Y es por eso que nos alejan de la verdad y crean irrealidades, porque la verdad carece de sentido.
Todo este asunto deriva de una polémica muy antigua y habría que remontarse a Zoroastro que fue el que inventó (o imaginó) al mundo sometido a dos tipos de fuerzas, el Bien y el Mal, algo parecido a lo que hizo Maní (y de ahí la palabra maniqueísmo), una especie de guerra constante en entre ambos principios que usual y pretendidamente podría resolverse en favor del Bien pero que siempre se imaginaban como entidades separadas. Pero el error consiste en la dualidad implícita en este tipo de pensamiento, el Bien y el Mal no son principios separados, sino que se encuentran entrelazados, del mismo modo se encuentran entrelazados, la civilización y la barbarie.
Podemos blanquear el Mal (como decía Baudrillard), podemos hacerlo opaco, ocultarlo, negarlo o condenarlo pero lo cierto es que en el Bien está el germen del Mal y al contrario o si queremos decirlo en términos físicos, en el orden se encuentra implícito el desorden o el caos. Tan es así que si pudiéramos prescindir tan solo de uno de ellos, renegar del desorden el mundo simplemente se desintegraría.
Esta es la idea que por si misma explica la tendencia cíclica de eso que llamamos evolución de la conciencia humana. No existe un punto omega al que dirigirse, lo que hay es una continua lucha entre orden y desorden, entre guerra y paz, entre salud y enfermedad. No es posible exiliar aquello que nos resulta perjudicial, no es posible una vida sin sufrimiento, sin locura o sin sangre.
Pero hay más en relación a esta cuestión del progreso: es evidente que la medicina ha progresado mucho en los últimos 50 años y es también muy posible que el cáncer -la enfermedad de nuestro tiempo- pueda ser vencida a medida que acopiemos información sobre sus íntimos mecanismos. De hecho ya somos capaces de curar algunos tipos de cáncer. Seria estúpido negar este progreso. Pero echándole una mirada a la historia de la medicina podemos evidenciar algo mucho más preocupante: en El siglo XIX la gente moría por enfermedades infecciosas y cuando fue posible -gracias a los antibióticos- dominar a las más virulentas de entre ellas, aparece una plaga nueva, no necesariamente más benigna: aparece el cáncer, las enfermedades degenerativas y la cronicidad, no es que antes no existieran,sino que no eran prevalentes. En Psiquiatría y en el terreno de las enfermedades mentales ha sucedido un fenómeno similar: la histeria del siglo XIX que era básicamente una enfermedad benigna, sigue hoy cebándose en mujeres pero ya no lo hace a través de formas benignas sino mucho más malignas y que ponen a la vida de la enferma en riesgo: “los trastornos de personalidad del cluster B” y los “Trastornos alimentarios” son dos buenos ejemplos de qué sucede cuando los cambios sociales propician la “casi” desaparición de una enfermedad. El caos ha de salir por algún sitio, lo que hemos de aprender es a poner diques para que se manifieste de la mejor forma (la más benigna) posible.
De manera que la erradicación de una enfermedad étnica como la histeria, tan ligada a la condición erótica de la mujer no es de esperar que desaparezca sino que se transforme y podemos predecir que se transformará en algo peor. Así ha sido.
No se puede acorralar al caos, ni se puede exiliar a la barbarie. Viven entre nosotros y han venido para quedarse.
En conclusión:
“Como todo proceso evolutivo, el progreso moral occidental causa subproductos y consencuencias inesperadas. Entre ellos: la destrucción de la familia biológica y el declive demográfico de los pueblos de origen europeo es quizás el más grave, pero hay otros costos a pagar: aumento epidémico de las enfermedades depresivas, incremento en las “brechas de género” en personalidad, disminución paradójica de la movilidad social, la amenaza de nuevos patógenos (sí, los demonios existen), el infraestudiado problema del altruísmo patológico y un largo etcétera de limitaciones que sustentan el pesimismo racional”. (Eduardo Zugasti)