De la lectura del libro que preside este post y, que ha sido mi ultima lectura este verano he extraído un par de temas que me parecen interesantes y que Harari ha abordado en este “Homo Deus” que quiere ser un libro de anticipación. Advierto al lector que no necesariamente estoy de acuerdo con todo lo expuesto en él pero me parece un buen ejercicio intelectual el abordarlo y compartirlo con los interesados en estos temas sobre la evolución de la conciencia humana o qué es lo que nos espera en un futuro que parece que al menos en nuestra dependencia de la tecnología, ya ha llegado.
El primer tema que me parece interesante es el tema de la conciencia humana o mejor dicho ¿para qué necesitamos una mente si ya tenemos un cerebro? De paso, el libro de Harari nos lleva de la mano a repensar las teorías que otros autores han abordado sobre el problema difícil de la conciencia.
Que puede resumirse de este modo: ¿Cómo es posible que el cerebro que sólo procesa señales eléctricas o químicas de lugar a una experiencia subjetiva consciente?
Adelantaré al lector la respuesta: nadie lo sabe.
El cuento del coche sin conductor.-
Un conocido mio salió de Madrid hace pocos días con toda su familia a bordo con objeto de desplazarse a un pueblo de la costa para pasar sus vacaciones. Tuvo la mala suerte de salir en el mismo momento en que el diluvio universal cayó sobre Madrid y le acompañó buena parte del viaje. Al llegar a su destino contó su epopeya y el miedo que había pasado al viajar sin casi visibilidad por una carretera atestada de vehículos. Se encontraba cansado y contracturado de la tensión que había soportado su cuerpo durante todo el trayecto. Al llegar hablamos precisamente de coches sin conductor y como esta tecnología que ya está disponible cambiará para siempre este problema en que el que un individuo tendrá a su mando un automóvil al dejarlo en manos de una maquina.
Como ventaja podemos deducir que esa maquina no tendrá fatiga, ni se despistará ni tendrá miedo por lo tanto será mucho más segura que fíarlo todo a un conductor humano por más experiencia que tenga. Pero esta conversación nos llevó a otra mucho más interesante: ¿Por qué la inteligencia del coche sin conductor será mejor y mas fiable que la de un humano?
La ventaja del coche sin conductor es que es una inteligencia sin conciencia. Es decir una inteligencia que solo atiende algoritmos ejecutivos sin la posibilidad de contaminarse con una “mente” que sienta, que tenga emociones, dolor, desatención o miedo. El coche sin conductor no tiene mente y por tanto es de prever que no tenga fallos (suponiendo que su maquinaria esté blindada para fallos ejecutivos, claro está). Lo que nos lleva en una dirección ¿para qué tenemos miedo si el miedo emborrona nuestro juicio ejecutivo y nos hace vulnerables a los accidentes?
Naturalmente no es solo el miedo el que emborrona nuestra atención al volante, lo mismo podríamos decir del cansancio, el alcohol, las drogas o el aburrimiento. Lo que es seguro es que las emociones y las sensaciones físicas disminuyen nuestra capacidad para una conducción segura.
Lo que caracteriza la inteligencia conductora de un coche sin conductor o de un conductor humano son los algoritmos guardados en algún lugar de nuestro cerebro y que son en realidad “patrones de acción fijos” fundamentalmente motores y que hemos ido acumulando a partir de nuestro aprendizaje y experiencia como conductores. Para comprender mejor qué es este sistema de patrones de acción fijo, es mejor que usted tome hoy una bicicleta. ¿Cuanto tiempo hace que no va en bicicleta? No importa el tiempo transcurrido, si usted no tiene ninguna limitación motora, se subirá a ella e inmediatamente comenzará a pedalear. A los pocos minutos habrá reeditado todos esos patrones y no caerá de ella, salvo incidentes.
Lo que caracteriza la mente es que está compuesta por “estados mentales”, ya he nombrado más arriba los estados mentales que pueden interferir en la conducción, lo que nos lleva a la siguiente pregunta. ¿Sería mejor y más seguro viajar con un coche sin conductor que con un conductor humano?
La respuesta es si.
Y la siguiente pregunta sería ésta: ¿Para qué necesitamos una mente entonces, si ya tenemos un cerebro?
La respuesta es que para conducir no necesitamos una mente para nada suponiendo, claro está, que la tecnología del coche sin conductor haya progresado lo suficiente.
Del mismo modo no necesitamos una mente para jugar al ajedrez y ganarle a Kasparov como ya demostró Deep blue. La maquina puede programarse para computar jugadas y aperturas de un modo más eficiente que un humano, su potencia de computación es superior a la de cualquier jugador de ajedrez y es por eso que Kasparov perdió su apuesta con la máquina de IBM.
“Deep blue” es una maquina, muy compleja compuesta por algoritmos, su ventaja para con el humano es su velocidad de computación muy superior a la del humano. A pesar de esta complejidad y que es capaz incluso de inventar estrategias complicadas de ella no emerge una mente (y volvemos sobre el problema dífícil de la conciencia). Deep blue no sabe que es una maquina, ni sabe una palabra de ajedrez, simplemente juega.
Una posible respuesta a la pregunta de para qué tenemos una mente seria ésta: para maximizar nuestros propósitos. Por ejemplo el miedo a conducir puede tener efectos muy adaptativos: si su miedo es insuperable usted no osará sacarse el carnet de conducir lo que le evitará accidentes al menos siendo usted el conductor. Si su miedo es soportable puede que le sirva para anticipar peligros que no son fácilmente perceptibles, por ejemplo anticipar que tenemos un cruce peligroso delante nuestro y que quizá algún despistado salga sin hacer caso a la señal de stop. Naturalmente cierta dosis de miedo alertará nuestra atención y es por eso que no es buena idea conducir con nuestra red neuronal por defecto
Pero sin duda nuestra capacidad para tener estados mentales señala una redundancia: la mente se superpone a los algoritmos ejecutivos de nuestro cerebro añadiendo una dimensión más a nuestra inteligencia (suponiendo que nuestra conciencia funcione correctamente). Conciencia e inteligencia han ido de la mano en toda nuestra evolución solo que ahora tendremos que ir acostumbrándonos a qué ciertas máquinas son más inteligentes que nosotros y de momento no tienen conciencia.
David Cope es un musicólogo americano, uno de esos popes en inteligencia artificial que ha dedicado su vida a generar máquinas compositoras, una maquina llamada Emi. Para ello descompuso los algoritmos que caracterizan las composiciones de autores clásicos dándole a la maquina las instrucciones para componer piezas en un determinado estilo, así hay composiciones Vivaldi, Chopin o Beethoven like. El lector deberá oír esta composición a la manera de Vivaldi para comprender qué es lo que quiero decir y lo que de alguna manera piensan otros investigadores de la conciencia humana.
Si el lector ya ha oído la composición que propongo habrá descubierto dos cosas:
- Que efectivamente suena a Vivaldi y suena al Barroco italiano para ser más exactos.
- Que a la composición le falta algo, no nos sobrecoge, carece de alma, le falta inspiración como solemos decir aunque la orquestación sea perfecta.
Lo que nos lleva otra vez frente al dilema mente-cerebro. ¿Es la inspiración un producto humano, un estado mental que no puede matematizarse en un algoritmo? ¿es precisamente esa inspiración, esos raptus de sobrecogimiento lo que las máquinas del futuro no podrán imitar? ¿Y en cualquier caso de dónde viene ese plus que los humanos a través de nuestra mente añadimos a la receta pura y dura?
¿Y si ese misterio que llamamos “inspiración” fuera también un algoritmo?
En cualquier caso se trataría de un algoritmo extraño, un metaalgoritmo en el sentido de que es dífícil de simbolizar. Todos podemos sentirnos emocionados o sobrecogidos pero no sabemos porqué. ¿Cómo darle a la maquina las instrucciones precisas para que intercale algunos compases sobrecogedores?
Una solución seria dejarlo al azar y espera que EMI ligue algo con gracia y otra iniciar una investigación para saber qué pasajes de una composición son más emocionantes de un modo estadístico. El problema es que “lo emocionante” para una persona puede no serlo para otra, pues no sabemos si cuando estamos oyendo una pieza, nuestro vecino de butaca está sintiendo lo mismo que nosotros o simplemente hace aquiescencia social a lo que espera escuchar.
De lo único que podemos estar seguros es de lo que nos emociona a nosotros y sabemos algo: la sensibilidad y el gusto musical no nos vienen de serie: necesitamos un cierto entrenamiento para aprender a que nos gusten las cosas más complejas o más elaboradas. Pero ahora vienen las malas noticias:
No tenemos ninguna razón objetiva para pensar que Beethoven es superior a Chuck Berry. Dicho de otra forma: no hay ningún algoritmo que nos diga cual de ellos tiene más valor, el valor de una creación se le adjudica a través de consensos de gente sensible y entrenada. Solo podemos hablar de complejidad algoritmica lo que dejaría fuera todas las composiciones de música popular o el simple canto de los pájaros. La sencillez dejaría de tener mérito.
Mi conclusión es que la mente existe precisamente para ser redundante y duplicar la computación simple que nuestro cerebro lleva a cabo para resolver problemas computables que -efectivamente- las maquinas resuelven mejor que los humanos pero sin embargo y sin descartar que lo que hemos llamado “inspiración” o “creatividad” sean a su vez algoritmos computables, la dificultad residiría en establecer las reglas que nos permitan construir esas secuencias de instrucciones para hacer a las máquinas no solo inteligentes sino sensibles.
¿Pero para qué vamos a hacerlas sensibles si ya estamos nosotros?