Richard Smith es un médico, editor de revistas y buen conocedor de las patologías médicas y sus correlatos culturales a quien debemos el concepto de no-enfermedad.
Se trata de un concepto difícil de pillar si no eres medico: significa que ciertas enfermedades no son entidades naturales sino más bien aprendizajes anómalos que llevamos a cabo en nuestra familia, en el colegio o a través de ciertas influencias culturales que no tienen traducción biológica. Se trata de esa enfermedades a las que no podemos meter el dedo, por carecer de desordenes objetivos que puedan objetivarlas y que aparecen y desaparecen siguiendo una patoplastia que bien podríamos llamar sociocultural.
Se trata de un sufrimiento o malestar en la que no podemos encontrar una causa orgánica que la justifique y donde existe una clara relación con lo que en medicina llamamos factores sociales y muy relacionada también con las expectativas racionales de la población. El ejemplo clásico es la histeria, una no-enfermedad misteriosa que afecta sobre todo a mujeres y que imitaba la epilepsia y los trastornos cerebrales organicos y donde los factores psicológicos, el dolor, el miedo, la exclusión, la pobreza y la indefensión juegan un importante papel etiológico del mismo modo que las relaciones interpersonales. Más claramente la histeria es una conducta. Una no-enfermedad es una conducta, una conducta de enfermedad tal y como nos contó Pierre Briquet.
Pero aquí no termina la cosa, porque hay que contar con los beneficios secundarios y los primarios. Una no-enfermedad (y aveces también las enfermedades verdaderas) tienen “beneficios” que redundan en operar como refuerzos de la misma enfermedad: hay simpatías, prebendas, bajas laborales, indemnizaciones y sobre todo hay beneficios primarios ligados a la propia enfermedad: aquellas cosas que podemos hacer (impunemente) o dejar de hacer precisamente porque estamos legalmente enfermos o somos incapaces. La sociedad legitima unos sufrimientos y deslegitima otros.
Lo cierto es que dentro de las patologías anímicas podríamos hacer de entrada una distinción, una nueva clasificación sobre el malestar mental.
De una parte aquellas enfermedades “verdaderas” que son estables en el tiempo, tienen su propia historia natural, se presentan en números muy parecidos en todas las culturas, no dependen de factores sociales ni económicos. Entre ellas habría que incluir a la esquizofrenia y al trastorno bipolar.
Y de otra a aquellas enfermedades que siguen patrones culturales y dependen mucho de las conceptualizaciones que hagamos sobre la enfermedad mental. Un ejemplo de estas conceptualizaciones que hacen aumentar los diagnósticos son el TDH o el síndrome de Asperger. Precisamente Allen Frances en este articulo llama la atención sobre esta dependencia entre conceptualización (diagnóstico) y frecuencia de presentación de ciertas enfermedades.
De entre las segundas me gustaría hacer un epígrafe sobre ciertas patologías muy frecuentes en nuestro entorno: las patologías alimentarias y las patologías de la personalidad (trastornos de personalidad).
Los investigadores llevan mucho tiempo discutiendo sobre qué es la personalidad y no hemos llegado a un acuerdo sobre ello.
Se trata de una de las patatas calientes de las neurociencias, no sabemos aun en qué consiste eso que llamamos personalidad y tendemos a conceptualizarlo como un conjunto de rasgos que imaginamos permanentes y que identifican o caracterizan a una persona cualquiera. Tanto es asi que en el lenguaje coloquial solemos afirmar que “fulanito es así” y lo describimos con una serie de adjetivos o conjuntos de rasgos. Después de hacerlo nos quedamos tan tranquilos: hemos etiquetado a alguien con una marca que nos permite identificarlo entre cientos, nos quedamos así conformes.
Pero cada vez mas hay mas evidencias de que la personalidad, los rasgos de personalidad se forjan a través de aprendizajes y no tienen nada que ver con la esencia de cada cual, son su sustantivización. Es decir son conductas observables que implican diversas áreas del funcionamiento psíquico y más concretamente se refieren a aprendizajes relacionados con las relaciones interpersonales.
Del mismo modo que el tatuaje que preside este post no significa que su portador haya tenido una “buena madre”, una etiqueta psiquiátrica no garantiza ni hace suponer una agencia interna al cerebro responsable de una determinada conducta.
Pero hay otras secuelas. Si conceptualizamos una conducta determinada con una agencia cualquiera del cerebro perdemos de vista algo esencial: la impermanencia de cualquier rasgo. Un niño puede mostrar una conducta hiperactiva y desatenta en un entorno pero cuidadosa y relajada en otro. La conducta no implica una enfermedad, una avería del cerebro llámese TDH o de cualquier otra manera.
Los rasgos de personalidad se resisten a la extinción precisamente porque procuran beneficios secundarios sobreañadidos y porque el individuo tiende a valorar sus rasgos aun disfuncionales con su esencia, con su verdadero ser.
Y si no hay agencia interna no están justificados los tratamientos al menos los psicofarmacológicos.
Y la peor noticia: la atención a las no-enfermedades por sí misma genera yatrogenia, tal y como conté en este post.
Y aun otra peor: el salto desde una no-enfermedad a una enfermedad verdadera es posible y diíicil de distinguir, puesto que los pacientes van aprendiendo estrategia nuevas, es posible hablar pues de una rebelión de las entidades. Dicho de otro modo: la conceptualización de una enfermedad modela a la no-enfermedad y quizá también a la enfermedad verdadera.