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Genealogía y bastardización

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“Y no habéis de llamar padre a nadie en la tierra, pues uno es vuestro padre, el que está en el cielo” (Mateo 13); “El padre estará contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre” (Lucas 12, 51); “Si alguno viene a mi y no odia a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas, y además su vida, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14, 26). 

Hace algunos días publiqué en tuiter una de esas encuestas que suelo llevar a cabo para pulsar la opinión de las gentes que pululan por allí. Lo que preguntaba en este caso es qué es una madre, estos son los resultados:

Y lo preguntaba porque hoy y gracias a las tecnologías reproductivas se ha logrado deconstruir el concepto y separar o disociar la parte genésica de la carga que representa el embarazo y el parto en eso que se ha venido en llamar “vientres de alquiler”. En realidad la parte del amamantamiento siempre ha estado separada del maternaje propiamente dicho, bien por las llamadas “amas de cría” o bien por la lactancia artificial. La crianza por su parte puede o no estar relacionada con la maternidad, pues puede ser delegada en otras personas o instituciones o bien como sucede en las personas que adoptan niños puede ser la única función que lleva a cabo la nueva madre.

Como puede verse en los resultados de la encuesta, la mayor parte de los encuestados votan por posicionarse en la opinión de que la madre es la que cría al niño y conceden poca importancia al embarazo y a la estirpe celular.

En realidad el resultado es bastante intuitivo y forma parte de nuestro concepto del “derecho de propiedad” que tenemos con respecto a nuestros hijos, algo así como “la tierra para quien la trabaja”, que es una idea similar. Dicho de otra forma: la mayoría se posicionan en una visión antigenealógica que trata al hijo como una mercancía -libre de hipotecas con el pasado de sus padres- que es poseída por aquel que la cuida, alimenta y cría.

Si yo pudiera dirigirme a los que votaron en este sentido en la encuesta les preguntaría. ¿Si usted cría a sus hijos, les cuida, alimenta con independencia de que no sean suyos, qué cree que sucederá cuando estos niños crezcan y comiencen a preguntar por sus orígenes? o mejor, ¿por qué los niños adoptados quieren conocer sus orígenes? Si  han tenido cubiertas todas sus necesidades con su familia adoptiva ¿a qué viene esa manía filiativa que corroe a los niños que se saben adoptados?.

En otro orden de cuestiones está este otro dilema, ¿Quién es la madre de un niño que se gestó en un vientre con un óvulo de otra mujer? Con independencia de que el niño sepa o no sepa esta transacción lo cierto es que el cuerpo de su madre gestante si lo sabe. Existe un intercambio celular entre ella y su hijo que se conoce con el nombre de quimerismo (de feto a madre), pero lo más importante en este caso son los cambios que suceden en una madre gestante en sus cerebros y mentes y separadas de sus bebés después del alumbramiento. ¿Qué sucede con estas madres?¿Hay algún estudio reglado de seguimiento?

Se trata de los limites de la ciencia, estas preguntas no tienen respuesta.

Lo que estamos viendo es una deconstrucción de la maternidad. Hasta hace poco tiempo había mujeres que abandonaban a sus hijos en orfanatos, había quien les daba en adopción, pero el proceso de ser madre incluía por lo general los cuatro tiempos y la madre era la misma todo el tiempo. Ahora un niño puede proceder de un óvulo, ser gestado en otro vientre, amamantado con leche artificial y ser adoptado por otras personas.

Peter Sloterdijk es el autor que ha abordado con más profundidad el tema de la pulsión antigenealógica pues es precisamente la genealogía la variable oculta de la deconstrucción de la maternidad de la que hablé más arriba. Pertenecer a una estirpe genealógica, es decir saber “en que otro ser anida mi ser” es un derecho humano fundamental e implica una búsqueda de las razones de esta amputación. El que ha sido adoptado quiere saber quién fue su madre, por qué le abandonó en un oscuro orfanato, saber quien era su padre y si es posible reconstruir la linea genealógica de su familia. Nosotros, las personas comunes a diferencia de los aristócratas no podremos nunca pasar de tres generaciones, pero es suficiente para la mayor parte de nosotros. Lo contrario de esta pulsión genealógica es la bastardización.

En este post podeís seguir mejor estas ideas y contemplar como la modernidad se ocupó de bastardizar a los humanos. Sloterdijk habla de un experimento social en este libro: Los hijos terribles de la edad moderna. Sobre el experimento antigenealógico de la modernidad (2015; Siruela).

Sloterdijk llama “principio dinámico-civilizatorio” al proceso por el cual “la suma de las liberaciones de energía en el proceso de civilización supera regularmente la capacidad de acción de fuerzas de vinculación efectivas”. Se podría describir alternativamente como una dinámica de “efectos colaterales”, “consecuencias inesperadas” o como lo llaman los biólogos “subproductos” (byproducts). Algunos ejemplos vienen inmediatamente a la cabeza: daños provocados por conductas altruístas, diferencias de sexo provocadas por la política de “igualdad de género”, incremento de “white flight” en la era de la integración racial”.

Esta idea implica entender que el proceso civilizatorio consume enormes cantidades de recursos afectivos y tal y como Freud predijo son de prever nuevas enfermedades, nuevos sufrimientos mentales y nuevos desordenes sociales, así como nuevos constructos de identidad.

“Pues la identidad es: ese sentido de continuidad en la experiencia de nosotros mismos, una continuidad histórica, generacional, nacional, que incluye valores, creencias y un sentido de pertenencia a algo supraindividual, a algo que está más allá de nosotros mismos trascendente o banal pero que en cualquier caso es una experiencia compleja que incluye a la memoria, a la autoimagen, a la vivencia del tiempo y a las emociones y valores, sobre todo a esa difícil síntesis entre el apego y a la autonomía personal.

La identidad es pues un constructo sometido a las leyes de la dialéctica y actualista que a veces identificamos erróneamente -pues toda identidad es social- con nuestro Yo o le llamamos Yo directamente pero que incluye operaciones diversas fruto de las cuales sabemos que “yo soy el mismo de ayer a pesar de saber que he cambiado”.

Este concepto de “difusión de la identidad” del que habló Erickson, no es más que la consecuencia de la civilización, una forma de civilización que ha amputado del hombre una necesidad fundamental. Pertenecer a algo más allá de si mismo.

Bastadizar es amputar genealógicamente a un individuo de su origen tanto familiar como cultural. El bastardo puede saber quienes fueron sus padres aunque el concepto es muy parecido al de anagnorisis que usaban los griegos como recurso trágico. Anagnorisis es lo que le sucede a Edipo quien no sabe quien es su padre verdadero y que por tanto no sabe quien es él mismo. Se puede ser bastardo por arriba o por abajo, es decir ser el último de la una linea genealógica. El bastardo puede saber quienes son sus padres pero no deja de ser un bastardo si ha sido desconectado de la estirpe familiar por unas razones u otras, el bastardo carece de identidad entendiendo la identidad como un sentimiento de pertenencia a algo superior a uno mismo. Las guerras son una de las razones esgrimidas en esa discontinuidad generacional, pero no son la única razón como veremos a continuación.

La “modernidad” se puede describir como un proceso de civilización igualitaria, basada en la derogación de la herencia y en la promoción de los bastardos.

Sin embargo la pulsión antigenealógica no procede de la Ilustración o de la modernidad sino del cristianismo, es decir de las tendencias antitradicionales y antifamilistas del propio cristianismo. Recordemos ahora el reclutamiento de monjes, sacerdotes, monjas, caballeros templarios, ordenes mendicantes y sus promesas de pobreza, castidad y obediencia. La amputación de estas personas de sus orígenes genealógicos es más o menos severa según la orden a que se pertenezca pero todas conservan ese gusto antigenealógico, pues solamente puede sustituirse la filiación profana por una filiación apostólica cuando no existen lealtades familiares.

Esta idea de filiación trascendente tiene el importante efecto de promover el antinatalismo, producto más visible en las sectas místicas medievales provenientes del gnosticismo, los “espíritus libres” y la devotio moderna a duras penas aplacada por el conservadurismo eclesiástico que intenta salvar los muebles familiares: “La pasión por desarrollarse a sí mismo hacia Dios no es compatible con el cuidado por la transmisión de una herencia familar o de una carisma dinástico”.

Naturalmente este mecanismo opera también entre las sectas, las sociedades secretas y forma parte del terrorismo doméstico pues todo tirano ha de procurar separar a su “dominado” de las influencias familiares, amigos, entorno laboral y familia. No puede existir dominación en individuos cosidos genealógicamente salvo casos muy puntuales. El dominio exige bastardización.

Y no hay que olvidar tal y como recuerda Eduardo Zugasti que:

“La modernidad europea antigenealógica es, al fin y al cabo, la máquina productora de solteros y personas sin hijos más eficaz desde las órdenes mendicantes medievales”.

“Y que la posmodernidad también se podría describir como la era de las naciones bastardas, basadas en la legitimidad generacional, y en el poder instantáneo de los ciudadanos “naturalizados”, libres de cualquier hipoteca -económica o de otro tipo– del pasado”.

Y en mi opinión esta bastardización explica no pocas patologías mentales de nuestra época, así como las patologías mentales que veremos en el futuro.

Pues no solo traumatizan las violaciones, las guerras o los abusos sexuales en la infancia como estamos dispuestos a creer, sino también, los grandes movimientos migratorios, la aculturación, el abandono de esa España vacía de nuestros abuelos a los que tratamos de volver y exorcizar cada verano y por supuesto no cabe duda de que esos movimientos migratorios desde Africa a Europa son uno de los movimientos de bastardización más intensos y organizados a gran escala que se han llevado a cabo -esta vez bajo el pretexto del humanitarismo-, después del Holocausto o el Gulag.


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